Una historia en Floresta
El Corralón del barrio tiene un siglo
de uso público y memorias trágicas que justifican su declaración como sitio
histórico.
Hay lugares que se
van cargando de significado por decisión de sus habitantes, por el azar de la
vida y por la costumbre de no dejar escapar el pasado. Son rincones dispares
–Barranca Yaco, Lo de Hansen, Plumerillo– que nunca tuvieron la culpa de ser
memorables, como sí la tienen las cataratas del Iguazú. La Legislatura de esta
ciudad está tratando ahora de declarar sitio histórico a un cuadrado parejo de
lo que fue campo y basural, y que sigue conocido como el Corralón de Floresta.
La idea surge por pedido de los vecinos y reconoce dos necesidades, la de
conservar un espacio abierto, si no verde, en un barrio reticente en esto, y la
de cuidar la memoria dolorosa de desaparecidos y asesinados.
Floresta deja de ser ese campo entre San José de Flores y Belgrano
recién con la capitalización de una Buenos Aires que apenas pasaba Callao,
hacia 1879. La ciudad empieza a crecer, el oeste va ganando loteos sobre las
chacras y los tambos, y se transforma en una gran barriada inmigrante, criolla,
más vale humilde. Para fines de siglo, un chacarero local, Leopoldo Rígoli,
dona una manzana pareja sobre la avenida Gaona para hacer una plaza. La
municipalidad de entonces ya era remisa a ciertas cosas y el terreno que toca
Sanabria, Morón y Gualeguaychú era en rigor un depósito de materiales para esa
aventura que era adoquinar una avenida.
Rígoli muere en 1911 y sus herederos exigen que la intendencia haga la
plaza o les compre el terreno, con lo que terminan recibiendo un cheque. Es que
ya existía una nueva prioridad, la de hacer algo con la basura que se acumulaba
en las nuevas urbanizaciones. El terreno pasa a ser una caballeriza, talleres,
veterinaria y maestranza para la flamante flota de carros de basura. Ahora
oficialmente el Corralón de Villa gana los muros y varias de las instalaciones
que siguen ahí.
Curiosamente, tener un basural fue un impulso para el barrio, por los
tantos “musolinos” –barrenderos– que se instalaron cerca del trabajo. Para los
tiempos de Perón ya se oían las protestas por los olores y la gorda población
de ratas, pero recién en 1965 el intendente Francisco Rabanal dispuso su
traslado a Mataderos. La idea quedó trunca por el golpe de Onganía, con lo que
camiones y chatas a caballo –las últimas siguieron trabajando hasta 1968–
siguieron ahí hasta 1977.
El fin del basural fue también una tragedia. En 1976, los trabajadores
del Corralón protestaron por la precariedad laboral, la mugre en la que
trabajaban y la inminente privatización de la recolección. La respuesta militar
fue durísima: un grupo de tareas secuestró el 5 de mayo al delegado general
Néstor Sammartino, que sigue desaparecido. A la mañana siguiente, el también
delegado Julio Gotía llegó al trabajo y ya en el vestuario le ordenaron
presentarse al despacho del interventor. Nadie volvió a verlo, excepto algunos
trabajadores que declararon que se lo llevaron en un Falcon verde. Algo más de
un mes después, el 14 de junio, los militares se llevaron a un tercer
sindicalista, Mauricio Silva, que era cura de la hermandad de Carlos De Foucauld
y había hecho su opción por los pobres tomando un trabajo realmente humilde. A
Silva se lo chuparon en la calle, mientras barría, y el 14 de junio es el Día
del Barrendero en recuerdo suyo.
En democracia, el Corralón dejó de ser basural, pasó a ser garaje y hoy
tiene una plazoleta y una secundaria. Entre sus puntos conocidos está el
recordatorio a Maximiliano Tasca, Cristian Gómez y Adrián Matassa, fusilados
por el policía Juan de Dios Velaztiqui a fines de diciembre de 2001. El caso de
gatillo fácil ocurrió en la estación de servicio de Gaona y Bahía Blanca y un
monumento lo recuerda en la esquina de Gualeguaychú del cercano Corralón.
La Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la
Ciudad, que preside Mónica Capano, acaba de emitir un informe respaldando
plenamente que se declare sitio histórico el Corralón.
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